Nicolás Parte 1

En una vecindad del centro, un niño entabla amistad con la voz que vive detrás de una barda: Nicolás. Diez años después, al regresar, descubre que tal vez Nicolás era algo más que un simple niño…

MISTERIO

Juan Pablo Palacios

10/22/20257 min read

NICOLÁS (PARTE 1)

Cuando me tocó vivir esto entendí que el horror puede estar en cualquier parte, bajo casi cualquier circunstancia. No tiene que aparecer un fantasma, ni un ruido extraño, ni una sombra en la noche; a veces lo cotidiano se vuelve lo más escalofriante.

La historia comienza en mi infancia. Mi madre y yo nos mudamos a la ciudad. Una tía —hermana de mi madre— nos dio asilo en su casa; un cuarto en una vecindad del centro, un edificio viejo rodeado de casonas aún más antiguas.

A la semana de llegar, mi madre consiguió un empleo temporal. Quería ahorrar lo suficiente para cruzar la frontera a Estados Unidos. Salía muy temprano, aún de madrugada, regresaba de noche y casi siempre doblaba turno.

Yo me quedaba con mi tía. Ella no tenía trabajo fijo —algo que mi madre no terminaba de entender y que yo comprendí años después. Por las tardes y algunas noches, distintos hombres visitaban la casa. Cuando eso pasaba, mi tía me obligaba a salir al patio “a jugar un rato”. Yo, con la inocencia de mis ocho años, obedecía. Tenía una pelota y con eso me bastaba.

Los primeros días todo fue normal, hasta aquella noche en que pateé la pelota con tanta fuerza que voló y cruzó la barda que separaba la vecindad de la casa de atrás.

Primero sentí preocupación; mi madre me iba a regañar. Luego tristeza; no me comprarían otra pelota y me tocaría esperar sentado, aburrido, hasta que la “visita” de mi tía se fuera.

Me senté en el suelo, resignado. Entonces escuché el boteo de la pelota. Al mirar al frente, la vi regresar y detenerse junto a la barda. Alguien me la había aventado.

—¡Muchas gracias! —grité.

Pasaron varios segundos de silencio hasta que una voz infantil, aguda, respondió:

—¿Quieres jugar conmigo?

La alegría me subió de golpe. Por fin tendría un amigo.

—Ven, acércate…

Me llamó hacia un rincón de la barda. Había un hueco pequeño. Corrí.

—Hola… ¿estás ahí? —pregunté.

—Sí, aquí estoy. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Eric. Vivo en la vecindad con mi tía. ¿Y tú?

—Me llamo Nicolás.

Acercarme al hueco no servía de mucho; era demasiado chico. Apenas podía ver algo cuando me asomaba, cuando de pronto Nicolás pegó su ojo del otro lado. Su pupila negra apareció de golpe y el susto me hizo dar dos pasos atrás y caer al suelo. Se rió. Sabía que me había espantado.

—¿Estás bien? —preguntó entre risas.

—Sí… solo me asusté.

—No tengas miedo. Somos amigos.

Volví al hueco. Nicolás me contó que vivía con sus padres, que también tenía ocho años, que no tenía amigos y que casi no lo dejaban salir.

—Del otro extremo de la barda hay otro agujero. Ese es más grande. Acércate; quiero enseñarte algo.

Fui corriendo. Ese hueco estaba a ras del piso, era muy incómodo, casi tuve que tirarme boca abajo.

—Mira, este soy yo.

Por el hueco salió una fotografía, era de una familia; padre, madre e hijo. Estaba maltratada, con manchas —comida, quizá— y rota de una esquina.

—¿Tú cómo eres? —preguntó.

—Tengo fotos en la casa, pero ahora no puedo entrar. Mi tía está con su amigo.

—¿Podrías mostrarme una?

—Sí.

Antes de seguir, mi tía me llamó y me ordenó entrar.

—Me tengo que ir. Mañana platicamos, Nicolás…

Él no respondió.

La noche siguiente esperé junto a la barda. Lo llamé por su nombre. Nada. Decidí dejar mi fotografía en el hueco para que la viera cuando pudiera.

Un par de noches después encontré una nota:

“Gracias por enseñarme tu foto. Mañana tengo una sorpresa. Te dejo unas galletas que me hizo mi mamá. Te espero por la noche.”

Me emocioné. Pero esa noche mi tía estaba de mal humor. Había bebido y no me permitió salir. Le supliqué; Nicolás me está esperando. Pero se burló, me mandó callar y se quedó dormida en el cuarto.

Mi madre no llegó. Aproveché y salí al patio.

—Nicolás… ¿estás ahí? —susurré.

En el hueco había otra nota:

“Mentiste. Te estuve esperando. Pensé que éramos amigos.”

La ansiedad y desesperación que sentí fue terrible. Había logrado hacer un nuevo amigo, y golpe lo había decepcionado. Corrí por papel y lápiz.

“Perdón. Mi tía no me dejó salir. ¿Mañana platicamos? ¿Seguimos siendo amigos?”

Dejé el mensaje en el hueco.

La noche siguiente, en cuanto mi tía recibió visita, salí. Del agujero asomaba una banderita hecha con un trapo blanco. Estiré la mano para tomarla cuando algo la jaló hacia el otro lado.

—Soy yo —dijo Nicolás.

Sonreí.

—Perdóname por lo de ayer…

—Ya no estoy enojado. Tengo un secreto que contarte. Esta será nuestra bandera. Cuando la veas, significa que estoy aquí esperándote.

—Entendido, amigo.

—Ahora tienes que hacer algo por mí —dijo.

—¿Qué?

—Mi mamá se enojó y me escondió la ropa. Quiero bañarme y no tengo qué ponerme. ¿Me prestas algo?

Me sentía en deuda. Entré a escondidas al cuarto donde mi madre guardaba mi ropa. Se escuchaban ruidos fuertes del otro lado de la puerta. No entendía qué estaba pasando en la habitación de mi tía. Yo solo quería ayudar a Nicolás. Tomé un cambio y lo pasé por el hueco.

—Ya se ensució —dije.

—No importa —respondió—. Tengo una sorpresa para ti. Tengo un perro nuevo. ¿Quieres tocarlo?

—¡Sí!

Metí la mano —hasta el antebrazo— por el hueco.

—¿Dónde está?

—Espera…

Sentí una lengua tibia lamerme la palma. El aliento era caliente, húmedo. La lengua raspaba como si tuviera astillas. La respiración, cada vez era más rápida, me daba directo en la piel.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

Nicolás no respondió. La lengua siguió, insistente, subiendo hacia la muñeca. De pronto un grito me heló:

—¡¿Qué estás haciendo ahí?! —era mi madre, detrás de mí.

—Jugando, mamá…

No alcancé a terminar. Me jaló del brazo y me metió a la casa. Mi tía y su “amigo” dormían desnudos. Mi madre se enfureció. Me hizo empacar en silencio. Nos fuimos esa misma noche. No pude despedirme de Nicolás. No sabía que pasarían casi diez años antes de volver a esa vecindad.

En esas semanas logramos cruzar sin papeles. Vivimos años en Houston, Texas. Mi madre se casó y con el tiempo me dejó a la deriva. Me involucré en pandillas, crimen y drogas. Después de poco más de una década, me deportaron a México.

No tenía a dónde ir. Había pasado la mayor parte de mi vida en Estados Unidos, todo lo que conocía estaba ahí, lugres, amigos; había olvidado todo lo que dejamos atrás en México, solo recordaba un lugar: la vecindad donde vivía mi tía.

Dos días tardé en llegar. Estaba nervioso. No sabía si me reconocería, si me recibiría, ni siquiera si seguía viva o si seguía viviendo ahí. 

En el patio una niña jugaba con muñecas sin ojos y sin ropa, cuerpos de plástico llenos de tierra. Toqué la puerta del cuarto de mi tía. Sentí que alguien me tomó de la camisa.

—¿Buscas a mi mamá? —preguntó la niña.

La puerta se abrió. Me recibió una mujer demacrada, con la mirada perdida; era mi tía. El alcohol y la prostitución no la habían soltado. Me reconoció y me abrazó como si hubiera deseado que nunca me hubiera ido. Me hizo pasar.

—¿Cuántos años han pasado? —preguntó.

—No sé… diez, tal vez un poco más.

La niña se escondía detrás de un mueble. Tendría cinco o seis años.

—¿Quién es ella? —pregunté.

—Claudia. Es mi hija —dijo, con una risa amarga.

Me pidió que buscara trabajo si quería quedarme; “Aquí todos aportan”. Asentí. Antes de que respondiera, me mandó al patio con Claudia; ella iba a recibir una visita y no quería a la niña cerca.

Claudia jugaba junto a la barda. Yo encendí un cigarro y traté de imaginar mi nueva vida. Al rato se acercó. Me pidió que jugara con ella. Noté marcas en su brazo; mordidas, chupetones morados y semicirculares.

—¿Quién te hizo esto? —pregunté.

—Mi perro —dijo.

Me extrañó. No había visto ningún perro en la vecindad.

—¿Y dónde está tu perro?

—No vive aquí.

—¿Dónde vive?

Claudia señaló la barda. Luego se tocó la nariz, como pidiéndome guardar el secreto.

—Es el perro de mi amigo Nicolás.

Un frío me recorrió. Si Nicolás era mi vecino de infancia, ahora tendría mi edad. No tenía sentido que jugara con una niña tan pequeña. Tampoco tenían sentido esas marcas. No era una mordida de perro.

Esa noche nos quedamos en la sala. La casa tenía una sola habitación. Tenía hambre y sabía que mi tía no cocinaría.

—¿Quieres galletas? —preguntó Claudia.

Acepté. Sacó una bolsita de un rincón y me dio dos. Parecían caseras, pero olían raro. Al partir una, noté cabellos incrustados y una masa cruda, pegajosa.

—¿De dónde las sacaste? —pregunté.

—Me las regaló Nicolás. Las hizo su mamá —susurró.

Esperé a que se distrajera y tiré todas; no sabía quién las hacía ni con qué, pero esa historia ya la había vivido, Nicolás también me ofrecía galletas.

Dormía en un sillón viejo cuando me desperté a mitad de la noche. La puerta estaba entreabierta. Claudia no estaba en su cama. Me asomé al patio. La vi junto a la barda, en cuclillas. La bandera blanca asomaba del hueco.

Me quedé quieto, observando. Claudia hablaba con alguien. Luego se agachó más e introdujo el brazo entero por el agujero. Su gesto se torció; era un gesto de dolor. Otra vez el perro, pensé.

Salí sin hacer ruido y rodeé el patio para acercarme por un costado, dispuesto a ver por fin quién era Nicolás. Cuando estaba a punto de llegar, accidentalmente pegué con el pie a una cubeta. El golpe retumbó. Claudia retiró el brazo de golpe y corrió dentro. Yo trepé a la barda y miré del otro lado.

Ese lugar estaba en total oscuridad. Pero alguien me miraba desde el fondo.

—¿Quién eres? —pregunté.

Silencio.

—Nicolás… ¿eres tú? ¿Me recuerdas?

Nada. Solo esa presencia quieta, observándome. Después de unos segundos, la sombra entró a la casa.

No entendía qué estaba pasando, pero iba a averiguarlo. No podía ser que el mismo Nicolás de hace más de diez años fuera el que ahora jugaba con Claudia.

Yo iba a cruzar esa barda. Costara lo que costara.

CONTINUARÁ…

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