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Los Ojos de la Providencia: El Precio de la Visión

Una historia olvidada, un pacto prohibido y un ojo que nunca se cierra. El abuelo de Martín le contó un secreto que nadie quiso creer: una sociedad secreta que usa a los desesperados para abrir portales a lo desconocido. Algunos dicen que es solo una historia… pero ellos siguen aquí, observando.

Pablo Palacios

3/1/20255 min read

Los Ojos de la Providencia

Desde su infancia, Martín había sido un devorador de historias paranormales. Creció en un pequeño pueblo donde las leyendas cobraban vida en las voces de los ancianos, entre susurros junto al fuego y advertencias dichas en noches de luna nueva. Cuando era niño, le aterraban aquellas narraciones, pero conforme creció, las historias que antes le parecían reales comenzaron a sonar absurdas. Brujas que robaban niños, aparecidos que rondaban los caminos, espíritus encerrados en casonas abandonadas. Con el tiempo, se convenció de que todo eran cuentos diseñados para mantener a los niños dentro de casa antes del anochecer.

Sin embargo, hubo una historia que nunca pudo olvidar, una que le contó su abuelo cuando tenía 97 años. El resto de la familia no la tomó en serio, atribuyéndola a la edad avanzada del anciano, pero Martín decidió creer. Y no solo eso: se convirtió en su misión compartirla.

Era la historia de su bisabuelo y el precio que pagó por su ambición.

El abuelo relató que, cuando era joven, su padre había sido un hombre irresponsable y consumido por el vicio del juego. No era solo un apostador, era el peor tipo de ellos: uno con una suerte nefasta. Perdió propiedades, animales, herramientas, todo lo que alguna vez tuvo. No se detuvo ahí. Se endeudó con gente peligrosa y, cuando parecía que ya no le quedaba nada por perder, escuchó hablar de un hombre al que llamaban "El Vidente".

De este hombre poco se sabía. Solo que tenía la capacidad de ver más allá de lo terrenal, de predecir el futuro con precisión aterradora. Algunos aseguraban que conocía el destino de las personas con solo mirarlas. Otros decían que su don era una maldición.

Desesperado, el bisabuelo de Martín lo buscó, convencido de que si obtenía su ayuda, podría predecir los juegos de sus rivales y recuperar su fortuna. Su hijo, el abuelo de Martín, lo acompañó, más por obligación que por voluntad.

Cuando llegaron a la choza donde vivía el vidente, encontraron una construcción en ruinas. La madera podrida crujía con cada paso que daban en el suelo. Adentro, el lugar era sombrío, apenas iluminado por una chimenea agonizante. Había una mesa, un catre y, en un viejo sillón, un hombre de rostro oculto por un trapo viejo que rodeaba su cabeza como un turbante.

El bisabuelo explicó su petición. Quería que el vidente le revelara el futuro en las apuestas. La respuesta fue inmediata y tajante: no.

—¿De qué sirve mi don si lo uso para algo tan vulgar? —dijo el vidente con voz rasposa.

El bisabuelo insistió. Prometió pagarle un porcentaje de sus ganancias, le ofreció todo lo que quisiera, pero el vidente se mantuvo firme. Sin embargo, antes de que se marcharan, le dijo algo que su hijo, el abuelo de Martín, nunca olvidó:

—Pronto ganarás cualquier apuesta que quieras… pero pagarás un precio alto.

Mientras hablaba, el abuelo notó algo bajo el turbante del vidente. Un bulto, palpitante, como si algo viviera dentro de su piel. Sintió la mirada de algo más en la habitación, aunque no había nadie más allí.

El bisabuelo no se dio por vencido y regresó un par de veces más. La última vez, encontró al vidente en un estado lamentable. Balbuceaba palabras sin sentido y no lograba reconocerlo. No volverían a verlo nunca más.

Tiempo después, la profecía del vidente comenzó a cumplirse.

Una noche, el bisabuelo fue abordado por un grupo de hombres bien vestidos. Usaban sombreros de copa con un ojo bordado en la tela. Le dijeron que sabían de su desesperación y le ofrecieron algo mejor que simples consejos: una sesión de espiritismo donde podría obtener lo que tanto anhelaba.

A pesar de su escepticismo, recordó las palabras del vidente y aceptó la invitación.

Lo llevaron a una casona imponente, de pasillos oscuros y paredes cubiertas de retratos cuyos ojos parecían seguirlo. En una sala principal, doce hombres lo esperaban en círculo. Le dieron una copa de licor. La sesión estaba por comenzar.

Lo que el bisabuelo no sabía era que él sería el centro del ritual.

La bebida estaba adulterada. No tardó en perder el conocimiento. Cuando despertó, estaba atado en el centro del círculo. A su alrededor, los doce hombres entonaban cánticos en una lengua extraña.

Entonces, lo sintió.

No era un sonido, ni una presencia tangible. Era una mirada.

No con sus ojos, sino con algo más profundo. Su mente, su alma, su existencia entera se sintieron devoradas por un ojo invisible, enorme, que lo observaba desde una oscuridad infinita. Imágenes pasaron frente a él: verdades olvidadas, futuros inmutables, el todo y la nada al mismo tiempo.

Cuando los cánticos cesaron, se vio reflejado en un espejo. Y lo que vio le destrozó la cordura.

No era él.

Su rostro había cambiado, su expresión no le pertenecía. Y lo peor era su frente.

Ahí, justo en el centro, un tercer ojo palpitaba, moviéndose de un lado a otro, como si buscara algo que no podía ver. Intentó gritar, pero su voz había desaparecido.

Lo siguiente que recordaba era haber regresado a casa. No sabía cómo ni cuándo, pero estaba ahí. Y desde ese momento, dejó de ser el mismo.

—No soy yo… no soy yo… —decía entre sollozos, una y otra vez.

El abuelo contó cómo su padre se debilitó en cuestión de días. No comía, no bebía, ni siquiera podía mantenerse en pie. Su cuerpo se deterioró como si hubiera envejecido décadas en apenas una semana. Pero el ojo en su frente jamás se cerró.

Finalmente, una noche, desapareció sin dejar rastro.

Sin embargo, la familia sabía que seguía ahí. Oían su voz en la casa, quejidos desde un rincón vacío. Objetos caían al suelo sin razón aparente. Como si, por momentos, su existencia se deslizara entre dimensiones.

Los más sabios del pueblo susurraban sobre una sociedad secreta, Los Ojos de la Providencia, que usaban a hombres desesperados para brindarles este "don", sabían de antemano que este poder consumía, por ello, utilizaban a terceros para sacar el máximo provecho y amasar fortunas a expensas de vidas ajenas. Sus víctimas eran hombres que nunca obtenían fortuna, sino condena.

El abuelo terminó su historia con una advertencia:

—No creas que ellos han desaparecido. Siguen aquí, esperando a los curiosos, a los codiciosos, a los desesperados. Los Ojos no buscan poder para sí mismos… buscan a quienes lo desean para consumirlos.

Martín nunca pudo olvidar esas palabras. No volvió a ver la historia como algo absurdo. Ahora, cada vez que veía a un hombre con sombrero de copa, temía lo peor.

Y cada vez que se miraba en el espejo, temía ver algo más en su reflejo…

Un tercer ojo… que nunca se cierra.