¡Descuentos oscuros en nuestros eBooks!

Historia de Terror: El Niño del Río

Un jinete oye a un niño llorar en el río; al ayudarlo descubre que su vida estaría a punto de cambiar para siempre, algo lo persigue a él y a su caballo hasta su hogar.

TERROR PARANORMAL

Juan Pablo Palacios

9/9/20254 min read

¿Qué significa la vida para un hombre que jamás ha visto lo inexplicable? Creí saberlo… hasta aquella noche.

Me llamo Camilo. Ya estoy viejo para arriar ganado, cosechar mis tierras o espantar a los coyotes que acechaban mi rebaño. Lo que más extraño es montar. Cabalgar fue siempre mi mayor alegría: yo, mi caballo y el campo abierto; la mente en blanco, el mundo reducido al ritmo del trote. En el pueblo —cuyo nombre no vale la pena recordar— los niños me gritaban cuando me veían pasar:

—¡Ahí viene el jinete!

Esperaban que hiciera alguna maniobra para luego presumirla en casa. Yo reía por dentro. Eran otros tiempos.

También tenía un vicio: montar de noche. La brisa fresca en la cara me relajaba más que una caja de cigarros. Casi todas las noches salía a patrullar mi propiedad o simplemente a perderme por los caminos.

Aquella noche, sobre las nueve, todo estaba inusualmente quieto. Demasiado. Entonces escuché un llanto a lo lejos. Sonaba a niño, y venía desde el río.

No soy supersticioso, pero la historia de mi pueblo es oscura: libros escritos con sangre y silencio. Aun así, mientras pudiera darle sentido a lo que veía, no tenía miedo. Traté de ignorar el sollozo y seguir de largo, pero el llanto, en vez de apagarse, se hizo más hondo, más dolido. Pensé que, si algo le pasaba a ese chamaco, la culpa no me dejaría dormir. Ironías: fue justo esa decisión la que me condenó al insomnio.

Di media vuelta y bajé hacia el río. El terreno se volvía difícil; avanzaba despacio. El llanto crecía, claro como una campana rota. En mi pueblo, por desgracia, muchos niños quedaban solos por las noches: madres que se iban con otros hombres, casas sin padre, criaturas que salían a buscarlas con el corazón en la garganta. Eso me repetí para calmarme: explicación lógica.

Tras varios minutos lo vi. Una silueta pequeña al borde del sendero. Al acercarme, distinguí a un niño flaco y pálido, descalzo, con ropa vieja.

—¿Estás solo? —pregunté.

Sollozaba sin mirarme. Señalaba la oscuridad del camino.

—¿Vives por allá?

Asintió.

—¿Quieres que te lleve a tu casa?

No respondió. Su llanto se fue apagando. Bajé del caballo, lo alcé y lo senté frente a la montura. Subí después y le dije:

—Agárrate a mi cintura, hijo. El terreno engaña.

Nos internamos por una zona donde yo nunca cabalgaba: aguas traicioneras, barrancas, raíces que asoman como trampas. Pero ya no iba a dejarlo solo. Avanzamos unos minutos. Mi caballo empezó a fallar: relinchaba, hacía movimientos bruscos, como si cada paso le doliera. Entonces me percaté de que no sentía los brazos del niño rodeándome.

—Agárrate bien, no quiero que te caigas —le advertí.

No hubo respuesta. Tiré de las riendas, pero el caballo no obedecía. Sus patas traseras se flexionaban como si sostuvieran un peso imposible. Miré hacia el suelo por si nos hundíamos en fango… y lo que vi me heló.

Unas piernas demasiado largas rozaban el barro. Pies enormes, anchos, se hundían en el lodo. Subí la vista: el vientre de mi caballo y los músculos de sus cuartos traseros estaban abiertos, como si algo los desgarrara por dentro. Tragué saliva y volteé, por fin, hacia el lugar donde debía estar el niño.

No era un niño.

Tenía la boca llena de dientes amarillentos y torcidos, dientes nuevos creciendo sobre dientes viejos, sin orden. Unas manos grandes y sucias arrancaban tiras de carne que se llevaba a la boca con ansiedad. Estaba pegado a mi espalda.

No sé cuánto tiempo me quedé duro como piedra, mirándolo de reojo. Una lágrima me resbaló y aquella cosa se detuvo, ladeó la cabeza. Pude ver trozos de carne atorados entre los dientes. Me miró con unos ojos rojos y hondos. Juraría que sonrió. El silencio pesó como plomo, y entonces habló con una voz que no era de humano ni de criatura de Dios:

—¿Te gusta la carne?

Mi caballo, pobre amigo, no pudo más. Perdió el equilibrio. Con lo último de mis fuerzas me lancé de la montura y caí entre las piedras del río. Aturdido, vi a la cosa hundir los dedos en el vientre del animal y arrancar otro pedazo. De un mordisco le llevó la pierna. El relincho de dolor se me clavó en el cráneo para siempre.

No tuve valentía ni plan. Corrí. Corrí hasta que el grito del caballo quedó atrás… y empezó a seguirme en la memoria.

Esa noche me atrincheré en mi cuarto. Tomé el rifle y me quedé en la ventana. Pensé —qué ingenuo— que aquella cosa ya habría saciado el hambre. Pero la vi entre los árboles, moviéndose a ras del suelo, arrastrándose primero, luego erguida, acercándose con descaro. Se detuvo al borde de la cerca y me miró. El resto de los caballos se alborotó; los perros desaparecieron. Ellos sabían.

El coraje me ganó. Salí al patio. Caminé hasta verla mejor. Disparé dos veces. Estoy seguro de que acerté… y no pasó nada. Solo la enfurecí. Saltó la cerca como una sombra viva. Corrí —sí, como un cobarde— hasta el establo, monté otro caballo y me fui sin mirar atrás. Dejé mi casa, mis tierras, lo que amaba.

Cabalgué como un loco. En el camino me pareció ver a dos niños parados a la orilla, inmóviles, con la misma mirada. Estuve a punto de arrollarlos. Lo intenté, para qué mentir. Después de lo que vi, lo último que necesitaba era otro niño a medianoche en ese pueblo maldito.

No volví. Desde entonces, cuando el viento trae olor a río, me asomo a la ventana y, durante un segundo, siento de nuevo los brazos de un niño rodeándome la cintura… antes de recordar que no eran brazos. Y que no era un niño.