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Historia de Terror: El Caminador

Un caminador oxidado rechina en la noche; en la penumbra, una anciana recién enterrada y una silueta revelan el precio de la vida del abuelo.

TERROR PARANORMAL

Juan Pablo Palacios

9/9/20254 min read

Cuando te ocurre algo paranormal, casi nunca te das cuenta en el momento. Y mejor así: sigues con tu vida sin abrirle espacio a esos recuerdos. Yo no tuve esa suerte. Fui plenamente consciente de lo que vi.

Pasó cuando Karina —entonces mi novia, hoy mi esposa— y yo llevábamos más de tres años juntos. Había confianza entre nosotros y nuestras familias. Un día llegó la noticia: había muerto su abuela. Para ir al pueblo donde ella vivió —y donde nació Karina— había que manejar cinco o seis horas. Pedí permiso en el negocio de mi familia y viajé con Karina y sus padres. Alcanzamos únicamente el entierro; nunca conocí a la mujer de la que tanto me habló.

Esa noche nos quedamos en casa del abuelo, ahora viudo. Por obvias razones dormí aparte. Me asignaron un cuarto en la planta alta, sin puerta: apenas una cortina hacía de entrada. No era el mejor cuarto, pero yo era un invitado. La cama era cómoda y la noche fresca. Dormía bien… hasta que empezó el rechinido.

Al principio pensé que sería la cama, o una ventana vieja; en esa casa todo chirriaba. Traté de ignorarlo, pero el sonido se acercó al cuarto, regular, obstinado, como si diera pasitos sobre el piso. Me desesperé. En cuanto bajé los pies de la cama, el ruido se cortó en seco.

A través de la cortina distinguí a alguien de pie, mirándome. Por su postura pensé en el abuelo. Estuve a punto de hablarle cuando vi la silueta avanzar pasillo adentro. La incomodidad me apretó el pecho; me recosté de nuevo y, con trabajo, volví a dormirme.

Desperté con voces en la planta baja. Karina subía a buscarme.

—Qué bueno que despertaste, vamos a desayunar —me dijo, pero su expresión cambió de pronto—. ¿Qué hace eso aquí?

Volteé. Junto a la cortina estaba un caminador viejo: de esos con dos llantas al frente y topes de goma atrás. Oxidado, torcido, cansado. No parecía útil para nadie.

—Llévalo al cuarto del fondo, por favor —pidió Karina.

Lo levanté. Al entrar al cuarto indicado me golpeó un olor húmedo, agrio, difícil de describir. Dejé el caminador en el rincón junto a la cama, me di media vuelta… y entonces volvió el rechinido. Una vez. Luego otra. Regresé. El caminador ya no estaba en el rincón: estaba en medio del cuarto.

Me temblaron las manos. Lo tomé y, esta vez, en vez de cargarlo lo empujé con las llantas delanteras. El piso respondió con ese quejido agudo que había escuchado en la madrugada. Me asusté y salí antes de llevarlo del todo al rincón. Apenas crucé el umbral, el sonido empezó otra vez, más rápido, como si alguien lo impulsara hacia mí al trote. Di un paso para mirar y el rechinido se aceleró, urgido, casi encima. Corrí hasta las escaleras.

Al girar para bajar, vi de reojo a alguien al fondo del pasillo, inmóvil, observándome. No quise comprobarlo de frente. Descendí como si nada.

—¿Estás bien? —preguntó Karina.

—¿Cuándo nos vamos de aquí? —respondí.

La salida sería al día siguiente por la mañana. Tenía que pasar otra noche en esa casa. Me callé por no parecer cobarde. Me arrepiento de ese silencio.

El día se me fue pegado a la incomodidad. Llegó la noche. La cama del cuarto estaba pegada a la pared; esa esquina me hacía sentir un poco más seguro. Todo estaba tranquilo; ningún ruido extraño. Me rendí al sueño.

A mitad de la madrugada me despertó un ardor en la espalda, como rasguños. Era absurdo: detrás de mí estaba la pared. Entonces oí el raspar, del otro lado del cuarto, uñas (o algo peor) arrancándose contra el yeso. Por la intensidad, aquello ya debería haberse quedado sin dedos. No era un humano.

Salí al pasillo. El sonido no paraba. Caminé hacia el cuarto del fondo y, a dos pasos de la entrada, cesó. Me asomé. Todo en orden… salvo el caminador, tirado de lado. Entré, lo enderecé. Fue cuando escuché un sollozo apagado.

Volteé hacia la cama, y lo que vi me heló. La anciana estaba ahí, recostada, intentando gritar sin voz, pidiendo ayuda con un llanto que no parecía de este mundo. Aquello no podía ser posible: la habíamos enterrado ese mismo día. El sonido me erizó la piel. Me dirigí a la puerta, dudé, miré otra vez… y vi algo más.

En el rincón, de pie, una figura alta y delgada hecha de sombra. Si era un hombre, era uno sin luz. La silueta se inclinó hacia la anciana, y conforme avanzaba la habitación se fue quedando sin claridad, como si aquella cosa bebiera la luz. Yo estaba parado en el marco y, aun así, adentro todo se volvió negro absoluto.

Un grito ahogado y desgarrador brotó de la oscuridad. Corrí. Vi cómo la penumbra se adueñaba del pasillo, como derramándose. Bajé de prisa y encendí la luz de la sala. Quise gritar, pero no quise alarmar a todos. Karina salió, luego sus padres. Les dije que me sentía mareado, que bajé por aire. Fingí.

Mientras hablábamos en voz baja, miré hacia el fondo: la puerta del abuelo estaba entreabierta. Él estaba ahí, de pie, viéndome. Solo yo lo veía; mi familia política le daba la espalda. El viejo sostuvo mi mirada un segundo y cerró la puerta sin ruido.

Dormí (o intenté dormir) en la sala. Amaneció. Nos fuimos. No entré a despedirme del abuelo. Cobarde o prudente, no lo sé.

Con el tiempo supe más. Antes de que la abuela muriera, el abuelo se vino abajo: enfermo, débil. De pronto, recuperó “milagrosamente” la salud. En esos mismos días, la abuela se apagó en seco. Perdió el habla y el movimiento. Su cuerpo se volvió frágil. Aparecían rasguños, quemaduras, moretones. Los médicos dijeron que eran lesiones por inmovilidad, “cosas que pasan”. Yo no les creí. No después de lo que vi.

Han pasado casi diez años y el abuelo sigue sanísimo. A veces pienso —no, estoy casi seguro— que él la entregó. Que la ofreció como pago por seguir viviendo. Me da pena por ella, rabia por él. Y miedo, todavía. No he vuelto a poner un pie en esa casa. El rechinido, sin embargo, lo escucho a veces en sueños, avanzando hacia mí por un pasillo que ya no existe.